Relato / Buscadoras / Luis G. Torres Bustillos

Buscadoras

+ Luis G. Torres Bustillos
Colaboración de Luis G. Torres Bustillos que participó en nuestra convocatoria para el envío de textos a ser publicados en este espacio. Relato en el que se describe una extraña epifanía en medio de la desolación que implica la búsqueda de cuerpos de desaparecidos en el desierto. [Si deseas enviar alguna colaboración para que aparezca en este espacio, acá las bases: Convocatoria].

Para los padres y madres que hoy buscan a sus hijos

 

Esta mañana amaneció un poco fría el tiempo. Nos levantamos y arreglamos las tiendas en las que dormimos y preparamos café para desayunar. Alguien sacó unos tamales, que comimos fríos, otras, pan dulce, galletas y tacos de frijoles refritos. Salimos del campamento antes de que el sol subiera y quemara más.

Somos unas veinte buscadoras, más o menos. Claro que algunas tienen años de experiencia. Otras como yo, apenas nos incorporamos. Estamos preparadas con lo que se requiere para la búsqueda del día de hoy: todas traemos un paliacate al cuello, gorra o sombrero de lona y una bolsa que se ata a la cintura, para cargar algunas herramientas. Es costumbre salir a la búsqueda usando las playeras que mandamos a hacer, con las fotografías de nuestros hijos, nietos o esposos.

Recibimos las indicaciones de Irma, que lleva el grupo: “Nadie se separe. Si encuentran algún indicio, no tocarlo. Hay que avisar a todas. Usen guantes, gorra y manga larga”. El sol está tremendo en estos días. Las jornadas son extenuantes. Venimos a buscar una o dos semanas cada mes. Hay mujeres que tienen ocho, nueve, doce años buscando.

Mirta es una de las más antiguas. Perdió a sus dos hijos de trece y catorce años. Venían de un entrenamiento de futbol, en shorts y zapatos de tacos. Nunca regresaron a casa. Adelita es una señora mayor, pero llena de energía. Su nieta desapareció hace dos años y no deja de buscarla. Su hija trabaja todo el día, así es que ella se ha hecho cargo de la búsqueda, con el resto de madres y padres que estamos aquí.

Susana es una joven que perdió a su hermana. Ella salió de casa, a visitar a unos familiares. Nunca llegó a su casa. Todos ellos están estampados en las playeras que usamos sobre de la ropa. Fotografías, nombres y fechas. Para que todos los vean, para que no queden en el olvido. Para que nadie olvide a nuestros desaparecidos. Otros no han podido imprimir playeras, pero han hecho cartelitos en donde pegan la foto y ponen los datos. Después se envuelve en plástico (para que no desaparezcan los datos cuando llueve) y se los cuelgan sobre el pecho.

En esta búsqueda nos acompañan tres hombres. Uno de ellos es un periodista joven, que quiere saber más sobre el movimiento. El otro es un amigo de dos buscadoras muy entusiastas, se llama Teobaldo, pero todos le decimos Teo. El último, es un policía que han enviado para apoyarnos. Él está armado. En total somos unos veinticinco. Desde temprano tomamos camino a la zona que nos toca peinar hoy.

Primero barrimos una zona más o menos plana, sin árboles ni casas, en la que solo hay matorrales y pequeñas plantas. Hacemos una larga fila al inicio del terreno y al oír el silbatazo de la coordinadora, empezamos a caminar, mirando al piso y ayudándonos con los bastones o palos que traemos, para mover el pasto y las matas, en búsqueda de un objeto, una señal que nos indique probabilidad de encontrar a nuestros desaparecidos. A veces hallamos un zapato, un pedazo de camisa, una bolsa de plástico amarrada y damos aviso. Todos nos reunimos para ver lo hallado y decidir si vale la pena llevarlo o no. A veces esas bolsas solo contienen basura, deshechos de comida o latas.

Seguimos avanzando bajo el rayo del sol. A media mañana ya acabamos esa gran zona y nos indican que hay que parar y hacer una rueda. Las compañeras encargadas del agua empiezan a pasarnos botellas plásticas o cantimploras llenas de agua limpia. Todos bebemos y nos secamos la frente, las sienes y la nuca con los paliacates. Tomamos aire, pero no nos sentamos, porque sabemos que en breve saldremos otra vez.

A veces, cuando vamos caminando silenciosas, alguna buscadora empieza a cantar. No falta quien la siga. Su canto es triste. A veces son viejas canciones del pueblo, quizá una que les recuerda a quien buscan, o que solamente las lleva a momentos felices. Hay momentos en el que todas nos preguntamos: ¿cuándo encontraremos una pista? ¿Dónde está esa fosa clandestina que buscamos con esperanza? Miro al cielo y no hay una sola nube. El sol me lastima los ojos y parece achicharrar mis pestañas. Pongo mi mano sobre la frente, haciéndome una visera.  Miro alrededor. Todo es este semi-desierto. Allá al fondo, la sierra seca y agreste.

La jornada matutina se da por terminada. Bebemos un poco de agua y regresamos. Desandamos el camino para regresar a nuestro improvisado campamento. Allí el equipo encargado ya tiene prendidos los braceros. Se preparan sopes para todas. Sopes de salsa verde con cebolla y queso Cotija. Todos comemos con gusto, sobre el suelo o parados. Sacamos las tazas de plástico que guardamos para que nos sirvan agua fresca. Algunas platican en pequeños grupos, otras se aíslan una vez que han terminado de comer. El sol está muy alto. A nosotros nos protege una gran ceiba, pero alrededor no hay mucha sombra más.

Por la tarde buscamos solo unas horas, mientras la luz lo permitió. Después, regresamos al campamento. Un grupo empezó a preparar algo para cenar. Otras nos dedicamos a revisar y limpiar las herramientas que necesitaremos: picos, palas, latas metálicas, carretillas, cajones de plástico reforzado. Todo debe estar limpio y en buen estado para la búsqueda de mañana.

Después de cenar algo —hicieron quesadillas con hongos y café endulzado con piloncillo— cada quien se fue a sentar cerca de las tiendas de campaña, algunas de lona con doble techo, otras más improvisadas con palos, plástico y piola. Se prendieron algunas fogatas, pues a pesar del calor del día, por la noche bajan las temperaturas. Empiezan a aparecer las buscadoras enredadas en sarapes, jorongos y hasta cobijas. Me siento cerca de una hoguera, con Malenita y Carmela. Ellas platican en voz baja y ríen a tiempos. Yo solo las escucho, sin intervenir.

Carmela, como es su costumbre, está recordando los días con sus hijos. Tiene en la mano una fotografía enmarcada, donde aparecen sus familiares, parece que en una fiesta de fin de año. Todos sonrientes y arreglados.

—Esas fiestas fueron las mejores de mi vida, —dice Carmelita.

—Todos se ven muy elegantes, —le contesta Malena.

—Ese día estábamos todos: mi marido y mis cuatro hijos, mi suegra, mis cuñados y sobrinos. ¡Qué días!

—Y lo peor es que no lo sabíamos…—replica Malena y suspira hondo.

—Trabajábamos mucho, mi marido y yo al parejo. Queríamos lo mejor para los niños. Estábamos mucho tiempo fuera de casa, pero solo así alcanzaba. Mis hijos estudiaron toda su secundaria. Chabela llegó hasta la prepa. Pero mi Evelyn si hizo carrera. Fue la única con cabeza para el estudio.

—¿Qué estudió su hija, Carmelita?

—Acabó contaduría pública. Muy buena para los números. Después entró a un despacho donde le pagaban poco, pero aprendía muchas cosas. Ella siempre tan decidida, tan luchona.

—¿Y después que pasó?

—Pues cuando ya tenía más tiempo en el despacho, le dieron un nuevo puesto, con más responsabilidad, pero eso si…con mejor paga. Ella vivía con nosotros y me ayudaba mucho. Siempre me daba quincena, aunque yo no se la exigía, pero la verdad sí nos caía de perlas su ayuda.

Malena sabe lo que viene. Se queda callada y mira a Carmelita, que se limpia los ojos con su paliacate.

—Evelyn era muy responsable. Nunca llegaba a deshoras o se me desaparecía. Siempre sabíamos dónde andaba y con quién. Hasta ese fin de semana, que salió con dos amigas. Dijeron que iban al cine y al salir, cenarían algo. No era la primera vez.

Carmen se detiene y nos mira a las dos, con unos ojos ya muy anegados de lágrimas. Malena la abraza.

—Fue lo último que supimos de ella. Después ya saben: empezó la preocupación porque no regresó a casa, la búsqueda por todos lados. Cuando cumplió las 24 horas desaparecida, pudimos levantar el acta. Todo se hizo un caos. Así llevamos más de dos años, buscándola…

—¡Ay Carmelita!, Intervine por fin. —Su historia se parece mucho a la mía. A la de muchas.

Carmen trata de sobreponerse. Se seca las lágrimas y se abre el rebozo que la cubre para enseñarnos con orgullo la foto de su hija Evelyn, plasmada con una playera azul cielo. Una frágil y joven mujer, que sonríe enseñando todos los dientes. Me acerco y las tomo de las manos. Nos quedamos calladas. A veces es mejor no agregar nada más.

Al día siguiente la jornada empieza después del desayuno. Las buscadoras caminamos en fila india. Nos dirigimos a una ex-hacienda que está a unos kilómetros del campamento. El sol es inclemente y no sopla el viento. En un rato llegamos frente a la impresionante vista de la Hacienda “El general”. En medio de la vegetación se esconde esa antigua propiedad. Solo sobreviven las bardas exteriores y las paredes internas de la casa grande. El pasto, las plantas y los arbustos han cubierto todo el piso del antiguo lugar. No hay ventanas ni puertas, solo la construcción en piedra, cantera y cemento se mantiene.

Entramos a la hacienda y nos colocamos en un sitio en que la sobra nos protege. Ahí bajamos todas las herramientas, las cuerdas, el agua y los botes. Se organizan los equipos. A mí me tocó con Carmelita y un grupo de buscadoras más experimentadas. Yo soy la más novata. Vamos hacia el interior de la casa grande. Otras recorren los pasillos y los patios exteriores. Llegamos a unos cuartos muy grandes, donde hay un poco de cemento en los pisos. Algunas plantas crecen entre esos manchones grises. Llegamos hasta el corazón de la casa grande. Entramos a una habitación que aún tiene techo. Está semi-cubierta de plantas. Una sensación de frescura nos invade.

Después de un buen rato recorriendo esos laberintos, todas llegamos a una gran habitación, en la que hay al centro un boquete abierto. Parece que conecta la habitación con un sótano. Lo rodeamos. Irma nos indica que bajemos todo. Aprovechamos la pausa para secarnos el sudor de la frente y las mejillas. Se decide por unanimidad que vamos a bajar al sótano. Sacamos las cuerdas y los guantes de carnaza. En una cubeta ponemos guantes, linternas y otros utensilios. Irma va a bajar primero. Se coloca un arnés de cuerda sintética y lo ajusta. Todas miramos calladamente los preparativos. Después bajará Andrea. Irma nos habla a todas:

—Vamos a proceder con mucho cuidado. Hay que cubrirse boca y nariz con el paliacate. Quizá haya olores fétidos, a descomposición, de cualquier tipo.

Todas asentimos. Empiezan a bajar a Irma, lentamente. Cuando está en el suelo, suben la cuerda y el arnés. Ahora le toca a Andrea. Se repite la operación. Ahora se amarra a la cuerda dos cubetas con implementos.

Nos asomamos al boquete y desde ahí vemos perfectamente a Irma y Andrea. Han prendido las lámparas. Dese abajo preguntan:

—¿Quién más va a bajar ahora?

Todas nos miramos entre sí. Nadie habla, entonces yo digo, casi con timidez:

—Si creen que es adecuado, puedo bajar yo…

Todas asienten con la cabeza. Unas pocas asienten verbalmente y hasta alguna grita:

—¡Ánimo compañera!

Yo me emociono porque es la primera vez que hago esto. Me acomodan el arnés, me dan los guantes y después de colocarme el paliacate según lo indicado, empiezan a bajarme.

Al llegar a suelo, me extiendo y piso firme. Abajo no huele mal, solo se siente un ambiente húmedo y el cuarto está medio oscuro.

Las tres empezamos a andar, despacio, lámpara en mano. Cada vez se hace más oscuro. Empezamos a ver una serie de botes de lámina a los lados. También hay cajas de madera, y algunos otros trebejos tirados. Irma va al frente. Se detiene frente a unos botes del fondo. Nos asomamos. Algunos tienen tapa, otros no. Al moverlos nos damos cuenta de que todos están vacíos. Seguimos avanzando. Llegamos a lo que parece ser el final del sótano.

Hay unas cajas al fondo. Yo tiemblo de pensar en qué podemos encontrar ahí. Nos acercamos y en cuclillas, empezamos a sacar el contenido de todas las cajas, poco a poco. Parecen ser solo trapos y piezas mecánicas, quizás partes de un auto, o un equipo agrícola. Al acabar la revisión, respiramos hondo. Un poco decepcionadas. Así es esto. Regresamos al boquete donde nos esperan las buscadoras y empezamos a subir. Una a una…

Ya por la tarde y de regreso al campamento, comentamos todo lo sucedido en el día. Las emociones estos días son como una rueda de la fortuna. Escuchamos las historias de las buscadoras y nos contagiamos de las penas de nuestras compañeras. Nos hablamos y nos transmitimos fuerza y esperanza. Al iniciar el día estamos llenas de optimismo. Al final del día no podemos dejar de sentir una sensación de fracaso. Subimos y bajamos de ánimo.

Por la noche, después de cenar. Alba y Carolina organizan un rezo. Yo no soy muy católica. Si soy creyente, pero no muy practicante. Aun así, me acerco al grupo. Alba está leyendo unos pasajes de la pequeña biblia que siempre carga. Todas la acompañan en las oraciones. Yo permanezco callada, pero me siento muy vulnerable después de esos rezos. La reunión deja a todas animadas. La esperanza brilla en sus ojos. Nos abrazamos unas a las otras. Algunas se dicen palabras muy quedo:

—Que Dios nos ayude…

—La virgencita nos ha de auxiliar…

—Con el favor de Dios, encontrarás a tus hijos…

Todas entramos en un estado de paz y comunión.

Regresamos a nuestras tiendas de campaña, a prepararnos para dormir y comenzar mañana una nueva jornada. La noche está fresca. El cielo está oscuro y tranquilo. Sólo se oye el chirriar del fuego en la gran hoguera del centro. Los grillos y los sapos se hacen notar. Parece que gritaran desde sus escondites. Nadie se había dado cuenta, hasta que Virginia se queda mirando hacia el campo, más allá de nuestro campamento, fijamente. Dice algo para sí y señala con el dedo índice en dirección a ese lugar. Está atónita. Algunas se dan cuenta y empiezan a voltear hacia el mismo sitio. Se oyen expresiones de asombro. Nadie dice palabra. Se forma un barullo tal que las que estaban dentro de las tiendas de campaña, ya recostadas, salen a ver qué pasa. Alguna se pone de rodillas y se persigna.

Yo soy de las últimas en darme cuenta de lo que sucede. Allá, en un valle cercano, un conjunto de luces parece salir de la tierra y alumbrar hacia el cielo, como esos reflectores que se usan en las ferias y los teatros. La luz nace del suelo y sube hasta el cielo en tonos de ámbar y fuego. Todas estamos mudas, viendo ese extraño espectáculo, hasta que una de todas, grita:

—¡Vamos allá!, es una señal.

Todas empezamos a caminar hasta ese punto. Algunas entran a sus tiendas de campaña a buscar una linterna. Otras caminamos en esa dirección sin pensarlo dos veces. Las luces son claras. Llegamos hasta ellas y las rodeamos. Es un hermoso espectáculo. Una de las compañeras decide regresar al campamento por el bote de cal con perforaciones, que usamos para delimitar terrenos. Entonces, empieza a marcar con cruces el origen de cada una de las luces. Otras empiezan a traer herramientas. Pico y pala en mano, empezamos a excavar donde se marcaron las cruces. Algunas compañeras están alumbrando con las lámparas cada sitio. El ambiente es de nerviosismo. Trabajamos en silencio hasta que Alicia grita, la primera:

—¡Compañeras, aquí hay algo! ¡Es un cuerpo!

Luis G. Torres Bustillos. Nació en la CDMX en 1961. Ahora ya retirado de la docencia e investigación, vive en Cuernavaca, Morelos. Hace algunos años participó en el taller de cuento dirigido por Hernán Lara Zavala, dependiente del Instituto Estatal de Bellas Artes Morelos. También participó en el Taller de Literatura dirigido por Frida Varinia, de la UAEM, Cuernavaca, Morelos y el taller de cuento Ahora o Nunca de Daniel Zetina. Recientemente publicó en una treintena de revistas electrónicas como ZOMPANTLE, PERRO NEGRO DE LA CALLE, PLUMA, KATABASIS, TABAQUERIAS, ALMICIDIO. LETRAS INSOMNES, ALMICIDIO, entre otras. En 2021 publico en INFINITA su primer libro de cuentos: Pequeños Paraísos perdidos, y acaba de publicar el año pasado Sin Pagar boleto, cuentos y narraciones de viajes por México. Es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay, de Morelos. Este mes de febrero presentó su tercer libro de cuentos INQUIETANTE, bajo el sello Infinita.