Universidades Internacionales o Academias de Peluquería; familias o mafias; nobleza o indigencia, etc. Todo ello es un conjunto de valores categoriales que opera en la administración de las pugnas por el poder de las representaciones. Asumir papeles en lo social supone la cimentación de valores y su consecuente respeto desde intereses determinados. Eso, y las sucesivas luchas por la hegemonía de tales idealizaciones, es lo que mantiene la cohesión de las naciones o de grupos humanos que las ponen en juego: aquellos espacios generalizados en los que sufriremos o gozaremos, según el escalafón desde el cual nos sea dado percibir y ser partícipes. Y toda pericia, toda expertise, se gesta en los preceptos para las identidades levantadas con tales medidas, y sus reconocimientos consensuados por las colectividades. Parecería entonces que vivir se restringe a eso: un acomodo perceptual —dependiente del precepto—, de unos actuantes respecto a otros. O, en todo caso, de esos otros rechazados y los contra-poderes que son capaces de producir para suscitar valores propios que les devuelvan dignidad. Porque es la regulación de los significados y su reconocimiento por uno o varios grupos, aquello que permite que el aprendizaje de sus condiciones —o su ausencia—, nos coloque en ciertas posiciones del complejo escalafonario de lo social.
Pensando en ello, desde esta humilde chocita campeadora del disenso (:P), en esta cartilla pública de lecturas, quiero destacar unas cuantas joyas textuales —y visuales, por qué no— que planteen la posibilidad de revisar lo anterior, intentando poner el ojo en espacios no del todo registrables, salvo quizá desde un ejercicio imaginativo: efectos que a duras penas puedan documentarse en casos de total permanencia, aunque en su parcialidad sí tengan la capacidad de suscitar un territorio para las ideas. Porque sé que si bien todo registro implica aún lo dialéctico y, por lo tanto, es ejercido desde una de las orillas identitarias, son posibles intervalos que no jueguen siempre la partida de las representaciones. Y eso depende fundamentalmente del tiempo. Es decir, de su percepción. La literatura —que definiría acá, como primera tirada, una práctica para construir mitologías— tiene ahí un punto, donde dicho problema puede abordarse con mayor dignidad, o con un conformismo menos adscrito a una condición positiva. Sin embargo, hay otros ejemplos que, no siendo necesariamente literarios, complementan procedimientos similares.
Entonces, en esta primera serie de entregas, van un par de perlas encontradas en una lectura nocturna, subrayadas del libro de Kristin Ross «El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París» (Akal, Madrid, 2018). Ross, que es experta en cultura francesa y profesora emérita de literatura comparada en la Universidad de Nueva York, en una primera parte introductoria se concentra en el argumento de un escritor contrario a la Comuna de París: Catulle Mendès, quien ilustra los procedimientos de un pensamiento radicalmente conservador, el cual establece relaciones de poder mediante una división del trabajo, idealizada en una función del arte que no puede ser trastocada. La precisión técnico-sensible como el faro de los elegidos que condona a los artistas de ofrecer explicaciones morales acerca de las afectaciones que su producción inspirada provoca en los otros: aquellos no tocados con el “Don”. A un paso del fascismo, entonces, si a ello le agregamos la recuperación del orden mediante la violencia, como de hecho pasó con la Comuna de París. Mendès, en sus textos redactados para relatar los acontecimientos del levantamiento que dio paso a la Comuna, nos dice que un zapatero (como Galliard: activo miembro del conflicto, y quien se dedicó a hacer barricadas, como si se tratara de “obras de arte”) debía seguir siendo zapatero. De igual modo, un pintor (como Coubert, de quien Prouhdon decía, se trataba de un pintor proletario, y también participante del movimiento) debía continuar siendo guiado por la inspiración para retratar costumbres, sin ejercerlas sino desde su lugar privilegiado:
Tal vez el arte por el arte hunda sus raíces en la producción por la producción, pero una ansiedad más profunda anima a Mendès: la ansiedad del desplazamiento, o de un cambio o confusión en la jerarquía de tareas. El desplazamiento, después de todo, duele. «Soy un trabajador», escribe Mendès. Los derechos del inspirado se conservan invocando el mito del artesano y del trabajo como agente redentor. Mendès conserva los derechos del inspirado «tomando prestado» o imitando un papel: ejerciendo, precisamente, su derecho a la actividad (la imitación) que es privilegio del escritor, pero que le está prohibida al honrado artesano, al buen trabajador: «Je est un autre». El trabajador se convierte en el ejemplo, en el portador de la verdad para quedar mejor excluido de la ciencia reservada a los eruditos y de la inspiración reservada a los poetas. [pp. 34-35]
Porque, claro: según ello, hay un derecho primario que brinda un rango cuasi-divino, como el privilegio del escritor o del artista en general, que es inaccesible al artesano idealizado, y por ello siempre colocado en su sitio: un lugar común de tales moralismos es la sentencia: alguien tiene que hacerlo. Se trata, claramente, de una consecuencia de la sociedad de castas, aunque racionalizada por las condiciones de vida en la producción. Luego de esto, Ross agrega: “[la] ansiedad [de Mendès] mana de la experiencia del desplazamiento, del ataque a la identidad. «Je est un autre.»” (p. 35). Ahí se comprende entonces por qué Rimbaud viene a colación, y cuál es la luz que enciende su renuncia a la poesía a tan temprana edad, cuando apenas era un adolescente. Se trata de un principio obstructor, que en realidad es la puerta de acceso a otro estado de cosas.
Tanto con los retratos de Rimbaud, a quien comencé a leer desde los quince años, como con los intentos de capturar biográficamente a la persona, documentada de manera contradictoria en tantos lados (Rivière, Starkie, James, Delahaye, Carre, etc.), me pasa algo similar. Verlos o leerlos me hace pensar que el verdadero Rimbaud no existe, salvo en el intento de materialización de un mito moderno, que se desvanece, apenas alguien imagina haber arribado a una certeza sobre su vida. Y es que el relato ha ido tomando forma como una paradoja: ¿escribir o no poesía? Luego, ¿ser comprendidos y comprensibles es parte de un mismo problema literario? ¿La naturaleza de la poesía no implica, de uno o varios modos, lo incomunicable? ¿Comunicación en ese nivel, de manera positiva? [Bataille odia el concepto, y yo le entiendo]. ¿Borrar las propias huellas, entonces? ¿Desaparecer, o intentar bajo todos los medios ser visibilizado? Ross brinda una interpretación que, si bien es ya francamente «moderna», es de las que más se acerca a una comprensión compleja de la paradoja que es Rimbaud, más allá de su sí mismo autoral que tiende siempre a la mistificación. Justamente ahí, donde está lo «otro», el poeta se desvanece. Porque el conflicto es asumido no como un ejemplo, sino como su contrario atemporal y una recuperación de un presente negado por el trabajo y sus procesos de producción. Pero, sobre todo, basado en la transformación de la vida cotidiana en aquella pérdida de identidad para trastocar las funciones de lo social.
Un ejemplo interesante de ello es el arriba mencionado, y en el cual Ross abunda: el zapatero Napoléon Gaillard que habría ya escrito un tratado sobre el pie antes de la Comuna, y que era fervoroso orador y bebedor. El mismo que en el conflicto se convirtió en director de construcción de barricadas. Sobre ello, existe una fotografía en la cual posa orgulloso delante de una de ellas, que él mismo había llevado a cabo. La imagen resultaba ser una suerte de firma de su desidentificación en un territorio liberado por tan solo un par de meses —el movimiento de la Comuna de París duró del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871—. Kristin Ross agrega un fragmento del «Extracto del Nuevo Diario de un Oficial de Ordenanzas: La Comuna» escrito por Le Comte d’Hérisson en 1889, que acá reproduzco:
Gaillard padre, director de construcción de barricadas, parecía tan orgulloso de su creación que, en la mañana del 20 de mayo, lo vimos con su uniforme de comandante completo, con cuatro galones dorados en la manga y en la gorra, solapas rojas en la túnica, grandes botas de montar, pelo largo y suelto, mirada firme, ordenando la escenificación de un espectáculo que se efectuó de inmediato. Mientras los guardias nacionales impedían a la población caminar por un lado de la plaza, el constructor de barricadas posaba orgulloso a unos seis metros de su creación y, con la mano en la cadera, hizo que lo fotografiasen.
Al ver la fotografía, es claro que estamos ante un problema de la representación y sus imaginarios, tanto en el plano político, como en el poético: una pirueta arriesgada elegida por Ross, y por ello clave en lo que vendrá después en el libro. Y uno de los temas que me parecen más sustanciosas en él es cómo, en un periodo particular de su pensamiento (el que corresponde a la «Crítica de la filosofía del Estado de Hegel»), Marx prefigura ya el sentido de los acontecimientos de la Comuna de París como supresión de la función del Estado que se ha separado de la sociedad civil. Luego la pirueta, colocada sin gratuidad, es que Rimbaud pugna justo también por la renuncia al privilegio ensimismado que se le confiere al poeta como representante de las palabras del grupo social, que supuestamente no sabe hablar, salvo desde referencias directas. Eso puede interpretarse, por ejemplo, del sentido de su frase «dans tous les sens» (de acuerdo con todos los significados posibles), en el sentido de multiplicidad, de no representación particularizada de los unos por los otros: un signo emancipado del acontecimiento. Poética y política como una especie de mapa 1:1 (como diría Guy Debord) respecto a la ruptura identitaria de quienes no son políticos o poetas en sentido estricto, y que justo por ello toman poética o políticamente la calle o la poesía para trastocar sus relaciones:
Si el Estado está separado de la sociedad civil, los representantes están separados de aquellos a quienes representan. Pero ¿y si esa separación, al ser histórica, no es inevitable? ¿Y si la política no fuese un conjunto de actividades, instituciones y ocasiones especializadas? ¿Y si la tarea propia del poeta no fuese, como proclamaría un contemporáneo de Rimbaud, Mallarmé, «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu»? ¿Y si no hubiese una esfera política específica ni una percepción o un lenguaje distintivamente poéticos?
[…]
Si la separación entre el Estado y la sociedad civil no existe, la política se convierte en otra rama de la producción social. La emancipación política significa emancipación respecto a la política entendida como actividad especializada. Marx concluye su crítica a Hegel con la supresión de la política y la extinción del Estado. Treinta años después, la Comuna, que era tanto el movimiento en sí como el grito de batalla, puso fin a la separación entre acontecimiento y signo, y fin al trabajo y a la política como atributos de clase. [pág. 48]
[Continúa en siguiente entrega—>]